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1 de abril de 2018

Rudyard Kipling y William Van Horne


Fragmento del capítulo 7 "La Casa propia de verdad"


"Con mi trabajo se alternaban ráfagas de desmedida publicidad. A finales de verano de 1906, por ejemplo, nos embarcamos para Canadá, a donde yo llevaba muchos años sin ir y que me habían dicho que empezaba a liberarse de su dependencia material y espiritual de los Estados Unidos. Nuestro barco era de las líneas Allan y de los primeros en llevar turbinas y telegrafía sin hilos. En el camarote del telégrafo, cuando cruzábamos como a tientas el estrecho de Belle Isle, un barco de la misma compañía, a sesenta millas, nos dijo en morse que la niebla era aún más espesa donde ellos estaban. Un ingeniero joven dijo desde la puerta: «¿Con quién hablas? Pregúntale si ha puesto ya a secar los calcetines». Y la vieja broma entre colegas atravesó la densa niebla. Fue mi primera experiencia práctica con la telegrafía sin hilos.
En Quebec conocimos a Sir William Van Horne, presidente de las líneas de ferrocarril del Canadá, pero que cuando nuestro viaje de novios, quince años antes, no era más que director del departamento que le había perdido un baúl a mi mujer y había puesto patas arriba a su división para buscarlo. Su tardía pero muy considerable compensación consistió en ponernos todo un vagón Pullman, con mozo de color incluido, para que recorriéramos el país enganchados a los trenes que quisiéramos y con el destino que nos apeteciera y todo el tiempo que nos viniera en gana. Aceptamos e hicimos todo eso hasta Vancouver y vuelta. Cuando queríamos dormir tranquilos, el vagón se quedaba secretamente en vías muertas y sin ruido hasta por la mañana. A la hora de comer, los cocineros de los grandes trenes correos, para los que era un honor llevar nuestro vagón, nos preguntaban qué nos apetecía. (Era la época del pato silvestre con arándanos.) Bastaba que pareciéramos querer algo para que ese algo nos estuviera esperando a unos cuantos kilómetros de recorrido. De este modo, y con estas comodidades, seguimos viajando, cada vez mejor, y el proceso y el progreso eran un disfrute para William, el mozo de color, que nos hacía de camarero, niñero, ayuda de cámara, mayordomo y maestro de ceremonias. (Para colmo, mi mujer entendía su manera de hablar y esto hizo que él terminara por encontrarse a gusto.) Mucha gente venía a vernos en las estaciones, y había que preparar y dar toda clase de discursos en los pueblos. En el caso de las visitas, William, medio oculto tras un enorme ramo de flores, me decía: «Otra comitiva, jefe, y más regalitos para la señora». Si había que dar discurso, me decía: «Hay que dar un discurso en X. Siga con lo que está escribiendo, jefe, sólo tiene que sacar los pies de la mesa y yo le limpio los zapatos mientras». Y así, con los zapatos adecuados y bien limpios, el inmortal William me sacaba a escena".